Villa Adriana, el capricho de un emperador hispano
Cuando Publio Elio Adriano, el segundo emperador romano procedente de Hispania, y de la misma familia que su predecesor (era sobrino segundo de Trajano), nacido en Itálica (actual Sevilla), asumió el poder en agosto del año 117, el Imperio Romano estaba en el momento de mayor expansión territorial con la conquista de Armenia, Asiria y Mesopotamia. Así se forjó la historia de Villa Adriana.
Además de inteligente político y jefe militar de primer orden, Adriano era culto, sensible y un enamorado de la cultura helenística.
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Inicios de Villa Adriana
En Villa Adriana, la imponente ciudad de campo que mandó construir este emperador viajero que pasó 12 de los casi 22 años que estuvo en el poder recorriendo sus vastas fronteras, encontramos esa expresión material y artística que vio en Atenas, en Efeso, en Alejandría… que le fascinó y caló hondo, y que aún hoy evocan sus desnudas ruinas entre estanques, peristilos, esculturas y olivares, en un perímetro de unos 15 kilómetros en medio de la campiña romana.
La ciudad se levantó encima de otra villa anterior, cuyas estructuras se incorporaron parcialmente al Palacio. Los 4 emperadores sucesores de Adriano continuaron frecuentando la Villa como residencia veraniega, pero después se fue olvidando y deteriorando. Fue Diocleciano quien a finales del siglo III la restauró, pero con el tiempo, siguió el destino de todos los grandes monumentos romanos, al abandono y la devastación de los pueblos del norte, los godos… el emperador Constantino se llevó un gran número de obras a Constantinopla, capital del imperio romano de Oriente, más los botines sufridos durante el XVI para lucir sus mármoles y relieves en otros lugares como en el vecino palacio D´Este.
De hecho, hoy, de sus 300 hectáreas de su perímetro, apenas queda una quinta parte de lo que fue aquel majestuoso complejo residencial donde prefirió vivir al palatino y donde residió hasta su muerte a los 62 años.
Adriano, el emperador que soñó con una nueva Roma
Procedente de una familia adinerada de migrantes que se habían asentado en Itálica (cerca de Sevilla) donde nació en el año 76, hablaba latín con mucho acento hispano y destacó por su talento como político y jefe militar, por lo que fue adoptado por Trajano, apoyado también por su esposa, Plotina, que le profesaba gran aprecio.
Con una de las personalidades más atractivas de los emperadores romanos, tuvo la posibilidad de enriquecerse, pues además de sus dotes militares, fue un hombre de sensibilidad, apasionado del arte, especialmente de la arquitectura griega y egipcia que conocía perfectamente, gracias a la educación clásica que había recibido, la filosofía helena y por ello cuando tuvo oportunidad restauró y ayudó al enriquecimiento de Atenas.
Cuando Adriano llegó al poder, consideró que la fase de conquistas de su predecesor había terminado y emprendió una serie de viajes por el Imperio para consolidar el orden y la paz en las fronteras más inestables.
Al este, ante la imposibilidad de poner orden en Mesopotamia renunció a ella, y sacó las tropas de allí para dirigirlas a lugares más útiles. Había disturbios por todas partes: en los Balcanes, someter Judea había costado medio millón de vidas y en Inglaterra mandó la construcción de la famosa muralla que lleva su nombre, que atraviesa el norte de la provincia, inaugurada por él mismo, uno de los pocos que pisó el extremo norte del imperio.
Pero Adriano tenía muchos enemigos en Roma, desde su misma esposa, con la que no tuvo hijos, al Senado. El emperador de la Bética pretendió un ‘nuevo’ orden de promover a los hombres `provinciales’, y dotar a las provincias romanas de la misma dignidad que Roma.
Villa Adriana: una ciudad a la medida del emperador
Pero volvamos a la majestuosa villa que construyó emplazada en mitad de la campiña romana, a las afueras de Tívoli y a unos 30 kilómetros de Roma. Durante las excavaciones arqueológicas se recuperaron más de trescientas obras que han llenado museos de todo el mundo.
La componen unas 30 edificaciones construidas en cuatro fases al gusto del emperador. Al entrar, nos da la bienvenida el Pecile un amplísimo espacio rectangular, en cuyo centro se restauró el estanque que copiaba el famoso pórtico policromado de Atenas por la que paseaban los filósofos y que tanto gustó a Adriano.
Tras unas termas pequeñas para mujeres y otras grandes para hombres, encontramos el famoso Canopus, construido sobre una antigua estructura anterior delimitado por esculturas que lo perimetraban, copias difíciles de distinguir de sus originales conservados en un pequeño museo cercano, donde se hallan la mastodóntica esfinge de Caristo, el zoomorfo dios Horus; dos silenos caneforos con canastas a la cabeza, cuatro cariátides de más de dos metros de altura y por último, Marte, Mercurio y Minerva, cuyas copias están colocadas bajo los ligeros arquillos del estanque.
Se trata de réplicas romanas de obras griegas del siglo V a. C. de gran valor: las Amazonas de Fidias y de Policleto… un cocodrilo de mármol cipolino de cuya boca salía un chorro de agua; bustos de mármol de varones, columnas y pilares adornados con relieves, la réplica de la Venus de Cnido en el templete de Venus… un complejo grande y suntuoso para cuyo funcionamiento excavó una larga red subterránea de túneles para que el trasiego de la vida cotidiana, animales, sirvientes, mercancías y esclavos no perturbara la tranquilidad del emperador y sus invitados.
Antínoo, el amor de Adriano
Adriano mantuvo como su predecesor Trajano, una gran cantidad de amantes, tanto hombres como mujeres, mientras mantuvo un matrimonio por conveniencia con Vibia Sabina, prima lejana, una vida que cambió cuando el emperador más viajero conoció, en una de sus estancias en Asia Menor, a Antínoo que lo convirtió inmediatamente en su amante.
Conviene recordar que el mundo romano toma de la Grecia clásica casi todo, política, poesía, filosofía, urbanismo, canon de belleza… un ideal que incluía el modelo de educación de la élite, la pederastia, en la cual un adulto adoptaba el papel de mentor o maestro del adolescente en todos los aspectos de la vida, una especie de iniciación a la edad adulta. De ahí que las prácticas homosexuales estuvieran normalizadas en Roma y no impedía el matrimonio con una mujer.
Tal fue la pasión, y devoción, que sintió por aquel joven que cuando este murió ahogado en el río Nilo (se cree que lo haría pretendiendo con su sacrificio la inmortalidad del emperador) llenó cada rincón de la villa de imágenes del efebo de las que se conservan casi un centenar, representado de todas formas, tamaños y estilos, muchas más de las que existen del gran Augusto.
Mito o realidad
Pero poco se conoce de este personaje, ya que los escasos datos fiables se fueron entremezclaron con todo tipo especulaciones y leyendas (giros en los que el muchacho aparece cautivo, abusado contra su voluntad…) que dificulta la investigación del enigmático joven.
Adriano funda donde el joven muere la ciudad de Antinóopolis, diviniza su figura y su culto se extiende por numerosas partes del Imperio, da su nombre a una constelación, y emite monedas con su efigie, un derecho solo reservado a miembros de la familia imperial.
La reacción de Adriano ante la pérdida de su amado da muestra de la tristeza en la que viviría desde entonces hasta su muerte: “Yo no sabía entonces que la muerte puede convertirse en el objeto de un ciego ardor, de una avidez semejante al amor”.
El emperador más esteta y refinado inspiró a arqueólogo e historiadores del arte (Winckelmann) a novelistas (Las Memorias… de Marguerite Yourcenar) y a poetas desde Lord Byron a Pessoa. Este le dedicó estos versos:
“Ha sido una forma de amar que el mundo aborrecerá. Los hombres verán más con los ojos que con el alma. Es necesario convertir a Antínoo en mármol, porque el tiempo no se atreverá a devorarlo. El tenerte es algo de la esencia de los dioses y al mirarte se ve lo mejor de la eternidad”.