Día de los Muertos ¡De Película!
Cada 1 y 2 de noviembre, en pueblos y ciudades de México y de otras regiones de América Latina, las calles se llenan de color, música y aroma a cempasúchil.
No se trata de una celebración fúnebre, sino de un homenaje a la vida y a los vínculos que permanecen más allá del tiempo.
La vida que florece en la muerte
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El Día de Muertos tiene raíces prehispánicas y católicas
Los antiguos pueblos mesoamericanos creían que la muerte no era un final, sino una transformación. Cuando los conquistadores españoles introdujeron el cristianismo, las fechas de Todos los Santos y Fieles Difuntos se fusionaron con esos rituales indígenas, dando lugar a una tradición única en el mundo.
Durante esas jornadas, las familias preparan altares u ofrendas en honor a sus seres queridos fallecidos. En ellos colocan fotografías, velas, flores, comida y objetos personales. El cempasúchil (flor del sol) guía a las almas en su camino de regreso, mientras el copal purifica el ambiente. En los cementerios, los vivos se reúnen para convivir con sus muertos: comen, cantan y conversan, reafirmando la idea de que la memoria mantiene viva la existencia.
Más que una festividad, el Día de Muertos es una filosofía sobre la vida y la muerte. Enseña que recordar es resistir el olvido y que morir, en realidad, es volver a casa.
El cine como espejo de una tradición viva
El cine latinoamericano, siempre sensible a los símbolos y contradicciones culturales, ha encontrado en el Día de Muertos una fuente inagotable de inspiración. No se limita a reproducir la estética de las ofrendas y las calaveras, sino que explora el trasfondo espiritual, social y filosófico de la celebración.
Desde los años sesenta, varios directores han usado esta festividad como un lenguaje cinematográfico para hablar del destino, la desigualdad, el paso del tiempo y la búsqueda de redención. En la gran pantalla, la Muerte ha dejado de ser un tabú para convertirse en un personaje con voz propia.

Macario
Estrenada en 1960 y dirigida por Roberto Gavaldón, Macario es una de las obras maestras del cine mexicano y la primera en representar el Día de Muertos con profundidad simbólica.
Basada en el relato de B. Traven, cuenta la historia de un campesino que, en vísperas del Día de Muertos, desea comerse un guajolote él solo. Su deseo egoísta se enfrenta con tres apariciones: Dios, el Diablo y la Muerte. Esta última, compadecida, le otorga un don: un agua capaz de curar cualquier enfermedad.
La cinta no solo retrata la pobreza y la fe del México rural, sino que introduce una mirada existencialista sobre la fragilidad humana. La fotografía en blanco y negro, cargada de contrastes y simbolismo, convierte cada escena en una ofrenda cinematográfica. Macario no celebra la muerte; la contempla con respeto, la humaniza y la integra como parte de la condición latinoamericana.

La Leyenda de la Nahuala
Décadas después, La Leyenda de la Nahuala (2007), dirigida por Ricardo Arnáiz, reintrodujo el Día de Muertos en clave animada.
Ambientada en Puebla en el siglo XVIII, la historia sigue a un niño que enfrenta a una bruja para liberar las almas atrapadas durante la festividad.
La película combina humor, aventura y tradiciones populares, y fue pionera en acercar el folclore mexicano a las nuevas generaciones.
Su éxito marcó el inicio de una saga que recuperó otras leyendas, demostrando que la animación también puede ser un vehículo de preservación cultural.

México Bárbaro
México Bárbaro (2014) es una antología compuesta por ocho cortometrajes dirigidos por realizadores como Jorge Michel Grau, Lex Ortega, Isaac Ezban y Gigi Saúl Guerrero, entre otros. A través de distintos estilos narrativos (que van del terror psicológico al gore simbólico), la película indaga en el vínculo ancestral de México con la muerte, la violencia y el mito. Cada segmento recupera elementos del folclore popular y las leyendas prehispánicas, reinterpretándolos desde una mirada contemporánea.
En sus historias aparecen figuras como los aluxes, los nahuales o los sacrificios humanos, no como simples monstruos, sino como metáforas de una identidad nacional atravesada por lo sagrado y lo profano. En este sentido, la película funciona como una alegoría de un México donde la muerte no es un final, sino un espacio simbólico donde se revelan las culpas colectivas y los miedos históricos.
El terror en México Bárbaro no busca únicamente provocar susto: busca incomodar, recordando que bajo las festividades coloridas del Día de Muertos también existe un trasfondo oscuro que forma parte del mismo tejido cultural. La sangre, los rituales y los espíritus son símbolos que conectan el presente urbano con las raíces indígenas. En conjunto, la película propone una reflexión sobre cómo los mitos sobreviven al paso del tiempo y cómo la muerte (temida y venerada) sigue siendo el espejo donde México se mira para comprender su propia esencia.

Coco
Dirigida por Lee Unkrich y Adrian Molina, Coco (2017) es mucho más que una película animada: es una celebración visual y emocional de la relación que la cultura mexicana mantiene con la muerte. A través de la historia de Miguel Rivera, un niño que sueña con ser músico pese a la prohibición familiar, la cinta introduce al espectador en un universo donde el recuerdo y el olvido definen la existencia misma.
El Mundo de los Muertos que retrata Coco no es lúgubre, sino luminoso y festivo. Inspirado en la iconografía del Día de Muertos, este mundo simboliza la continuidad del lazo entre los vivos y sus antepasados. Coco plantea que la verdadera muerte ocurre cuando nadie nos recuerda, transformando la memoria en un acto sagrado de permanencia.
Cada elemento visual tiene un valor simbólico: los puentes de pétalos representan la conexión espiritual; las fotografías en el altar, la permanencia del linaje; la música, el lenguaje que trasciende generaciones. A diferencia de otras representaciones cinematográficas, Coco aborda la muerte desde la ternura, el perdón y la identidad.
En última instancia, Coco reinterpreta la tradición del Día de Muertos como una celebración de la memoria y del amor. Su mensaje “recordar es mantener vivo” resume la filosofía ancestral mexicana: la muerte no es ausencia, sino un regreso constante a través del recuerdo.

Calacán
Estrenada en 1985 y dirigida por Rafael Villaseñor Kuri, Calacán es una película mexicana que marcó un precedente en el cine infantil nacional al abordar el Día de Muertos desde una mirada pedagógica y simbólica. Alejada de los grandes efectos y la animación moderna, la cinta se sostiene sobre una narrativa sencilla pero profundamente cultural: enseñar a los niños a comprender la muerte no como tragedia, sino como continuidad.
La historia sigue a Toño, un niño curioso que, en la víspera del Día de Muertos, se adentra accidentalmente en Calacán, un pueblo mágico habitado por espíritus y calaveras que celebran su propia existencia en el más allá. A lo largo de su aventura, Toño se enfrenta al miedo, al olvido y a la tristeza de la pérdida, pero también descubre la alegría del reencuentro con quienes ya partieron.
El filme utiliza la música, el color y los elementos tradicionales (flores de cempasúchil, altares y calaveras de azúcar) como símbolos visuales de la identidad mexicana. Calacán muestra la muerte como un ritual de tránsito y celebración, no como final, sino como regreso cíclico a las raíces.
Más que una película infantil, Calacán es un testimonio del pensamiento popular mexicano: una obra que rescata la enseñanza ancestral de que recordar a los muertos es reafirmar la vida. Su valor radica en haber abierto, con modestia y ternura, un camino que décadas después retomaría el cine contemporáneo.
El Día de los Muertos frente al Halloween
Mientras Hollywood ha hecho de Halloween una industria del miedo y el disfraz, el cine latinoamericano ha conservado el tono espiritual y comunitario del Día de Muertos. En las películas del continente, la muerte no aterroriza: enseña.
A diferencia de las calabazas y los sustos efímeros, nuestras producciones celebran la permanencia de los lazos humanos. La abuela que coloca la fotografía del abuelo, el niño que enciende una vela, el pueblo que espera el regreso de sus difuntos: son imágenes que definen una forma de ser latinoamericana, donde el amor vence al olvido.
El Día de Muertos es una lección de espiritualidad, una conversación entre los vivos y los que partieron. Y el cine, con su capacidad de capturar el alma de una cultura, se ha convertido en su mejor altar.
Desde Macario hasta Coco, pasando por obras menos conocidas pero igualmente valiosas, el cine latinoamericano ha transformado esta tradición en un lenguaje visual que mezcla historia, mito y emoción. En sus imágenes, la muerte no es un final: es el comienzo de la memoria.





